En
los próximos días después de tu partida, en la que fue un día nuestra casa, se
convirtió en refugio de la noche, el alcohol, mis supuestos amigos, y por
supuesto mi próxima conquista. Todo el tiempo era observado por los ojos
misericordiosos de mis invitados, que se dirigían hacia mi con un insoportable gesto de pésame, hubo un
momento en que pensé en echar a todos de un grito y quedarme solo, con una
botella del ron de más mala calidad, pero sabía que tenía que soportar sus
gestos, sus preguntas, sus porqués. Me costó poco recuperarme de la incomodidad
que provocaba la morbo de mis amigos, y con cada vaso de pisco y cola, me
volvía más como uno de ellos. Me reía, cantaba y hasta cociné para mis
invitados, embriagado con tu olvido, excitado con las piernas de aquella mujer
que me miraba fijo mientras que cocinaba carne en el sartén que habías comprado
hace menos de un mes. Ella era mi presa perfecta; desafiante, con carácter, sin
embargo en sus ojos quedaban restos de ternura, la necesidad de sentirse
protegida por un hombre. El miedo que
compartí por el abandono nos hacía tener algo en común, y en cosa de segundos,
la tenía al lado de tu fastidioso sartén con teflón.
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